Comenzamos un nuevo Adviento y con ello una oportunidad de «desperezarnos», estirar nuestros brazos y saltar de ese sofá que nos atrapa y en el que tan cómodos estamos. El Adviento es un tiempo que nos pone un horizonte de esperanza, oportunidades de cambio y todo un ramillete de promesas del Señor por delante de nosotros. «Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?» (Is 43,19). Como nos señala el profeta tan solo hemos de mirar, abrir nuestros ojos de par en par y ver los brotes nuevos. ¿Acaso estamos tan encerrados en nosotros mismos que no los percibimos? El siglo XXI ha empezado, por un lado, sumergido en una incertidumbre donde se han caído muchos de los grandes relatos, y por otro haciendo patente nuestra vulnerabilidad humana, que parecía infranqueable. En esta sociedad liquida que vivimos, o más bien gaseosa, tras una pandemia, viviendo una guerra en Europa, cosa que parecía impensable una crisis económica, hemos aprendido que no hay nada seguro, navegamos en un mar tormentoso, lo más previsible es lo imprevisible. Ante esto podemos tener la tentación de instalarnos en el escepticismo o peor en el nihilismo, en el absurdo de la existencia. Sin embargo, como dice Ted Dunn estamos en una encrucijada de gracia, que nos está pidiendo «abrazar nuestra vulnerabilidad y su potencial transformador» y buscar juntos lo que la vida está tratando de decirnos, Este mundo no está muriendo se está transformando. Estrenamos un tiempo nuevo y «lo nuevo pide novedad». Pide una nueva mentalidad, una nueva forma de hacer las cosas, una nueva visión de nuestra misión. Nos pide tener un fuerte y consolidado ikigai. Este vocablo tomado de la cultura japonesa significa «razón de ser». Tu ikigai es tu propósito vital, el enfoque vital que nos impulsa a cultivar una vida con sentido. En un mundo de incertidumbre, tener un buen ikigai, tener un buen propósito vital será la brújula que guie nuestra travesía. «Si tienes un porqué podrás vivir cualquier cómo», decía Nietzsche.